Continuación...
Las estrellas ya no hacían las mismas figuras, estaban cambiando, y una que nunca había visto comenzó a brillar tanto como la luna cuando estaba llena. Pronto hice llamar a mis consejeros para que me ayudaran a entender lo que estaba pasando, pero fueron incapaces de responder a mis dudas y temores. Entonces convoqué a todos los arquitectos del reino y les pedí construir una escalera alta para subir y bajar aquella estrella que tanto me perturbaba, pero me dijeron que eso era imposible... Los mandé encerrar por ineptos.
Enseguida llamé a los astrólogos para que me explicaran el extraño suceso. Llegaron con sus libros y todos sus artefactos para medir el cielo.
–Nada podemos hacer –dijo uno.
–¡Me da miedo! –grité.
–En ese caso, sólo queda seguirla y ver qué es lo que anuncia.
–Pues vayan –ordené.
–Señor –dijo el más viejo, titubeante–, me temo que eso no servirá de nada. Para nosotros esa estrella no es un peligro, seguirla no nos daría ninguna respuesta.
–¿Qué sugieres? –mi corazón comenzó a latir con fuerza.
–La estrella te está llamando a ti.
Comenzar el viaje fue lo más difícil. No sé de dónde tomé valor para abandonar mi palacio, cruzar la ciudad y atravesar las murallas que meticulosamente había construido para mantenerme a salvo, lejos de cambios y novedades.
Hice un viaje en el desierto que duró toda la noche con la estrella siempre de frente. Sentía cómo aquella misteriosa luz me llamaba como si me conociera desde siempre. ¿Será que alguna vez la vi cuando niño y no la recuerdo? ¿Acaso había estado presente cada vez que cerraba los ojos e imaginaba que las estrellas se acercaban a mí? ¿Será que ya en mi infancia me auguraba un destino desconocido?
Tenía un brillo especial, un resplandor que me que provocaba temor. Al mismo tiempo, el silencio que la rodeaba me movía el corazón como si una paz nueva me inundara. Quería huir, pero algo que atraía cada vez con más fuerza, había en esta estrella algo así como una promesa.
Había dejado atrás las murallas, los planes, mis guardias y ejércitos, los consejeros que tanta seguridad me daban, los lujos del palacio, las cobijas tibias en las que me escondía para dormir tranquilo y las pesadas cortinas con las que cubría mi ventana para no ver el cielo de noche. Ahora seguía un desierto en el que un viento, a veces cálido, a veces frio, sacudía mi manto. No había sobre mí más techo que el oscuro e infinito cielo, ni más lámparas que las brillantes estrellas.
Mis temores se fueron desvaneciendo y una energía nueva se apoderó de mis pies. Mis piernas volvieron a retomar la fuerza con la que corría por los jardines del palacio cuando era un niño. Las cintas de mis sandalias se desataron como si no fueran de mi medida, me apretaban. Tras unos pasos firmes, las suelas se desprendieron de las plantas de mis pies y se quedaron en la arena como dos costras que se caen cuando una herida ha sanado. Seguí el camino descalzo. La arena fresca reconfortaba mis pies rejuvenecidos.
Un par de hombres salieron a mi encuentro.
–¡Oye, tú! –Gritó el primero–. Quítate la capa.
Me detuve en silencio.
–También eso te va a estorbar –completó el segundo.
Sus palabras tenía sentido, del mismo modo como mis pies se habían liberado de las sandalias, mi cuerpo sentía la necesidad de liberarse de las pesadas vestiduras que delataban mi realeza. Y ahí, sin decir nada, me desaté la capa y la dejé caer. Entonces un viento fresco recorrió mi cuerpo, y una alegría diferente me llenó el corazón. Comencé a sonreír, aliviado.
–Ahora que te has despojado de las sandalias, puedes caminar otra vez por el sendero de la libertad, como cuando eras un niño, y sin ese pesado manto que oscurece tu corazón podrás amar a los demás tal y como son.
Levanté la mirada y el brillo de la estrella me pareció diferente. Comprendí que no era un peligro sino un anuncio, un nuevo camino, una nueva vida, una nueva guía.
–Quítate también todo el oro que llevas encima –advirtió el primer forastero–, incluyendo la corona. De ahora en adelante ya no serás un rey, sino un sabio.
–Ahora pon tus joyas aquí –ordenó el segundo mientras me entregaba un cofre vacío–, y acompáñanos. También seguimos las estrella, la estrella que lleva a Belén.